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La atracción del abismo

La atracción del abismo
Toño Benavides
Actualizado

Que Trump acabará mal no ofrece duda. Asesinado como Kennedy (y qué injusto sería que la posteridad los equiparase por ello) o depuesto como Nixon (que a su lado fue Licurgo). Pero lo deseable es que su final político (el único que en verdad nos incumbe) fuese discreto y tranquilo, lo que en un personaje que vive del exceso y que a hierro mata, es poco probable. La duda es si su final le atañerá solo a él o arrastrará consigo al mundo entero. Todo sucederá muy rápido, en cualquier caso. Si lo bueno no suele perdurar, lo malo viene casi siempre de lejos y se anuncia en indicios que aun advertidos no se consideran lo suficiente, y a menudo sus efectos desastrosos tardan en olvidarse décadas.

Acaso lo más angustioso del vértigo es la voz que oye dentro de sí quien lo padece, esa que le lleva inexorablemente hacia el vacío. No tiene por qué relacionarse con el suicidio. Puede sufrir esa crisis un individuo vitalista y jovial, y más frecuentemente el sicópata. En el individuo sano se manifiesta como las alergias. Un buen día alguien que respiraba con normalidad el polen de las gramíneas, se ahoga. Puede que esa enfermedad le acompañe de por vida o que desaparezca. Pero tendrá a mano algunas herramientas de las que no siempre dispondrá quien oye en su interior la llamada del vacío.

Alguien, un día, se dispone a pasar unas horas agradables en Cuenca. Ha querido instalarse en una de las posadas de la parte alta de la ciudad. Su habitación da a la profunda hoz. El panorama que divisa desde el balcón es magnífico, el río destella en lo hondo como un hilo de plata, sus arboladas riberas son a un tiempo serenas y musicales, una casita, tal vez un antiguo molino, tasa la corriente sin acucia. Ve también un montón de vencejos que vuelan a sus pies. Siente de pronto, sin embargo, algo en su interior que tira de él bruscamente hacia atrás, y aparta la mirada. No le da importancia, pero es el primer síntoma. Sale, disfruta de una cena con amigos y no se recoge tarde. De nuevo en su habitación empieza a experimentar un malestar para él desconocido, un hormigueo al que sólo puede dar el nombre inconcreto de «mal cuerpo». Se acerca entonces al balcón, y cierra de una manera irracional y apremiante las maderas, cegando la oscuridad del otro lado. La angustia va creciendo, y el nerviosismo de los primeros minutos da paso a los síntomas del pánico. No entiende qué puede estar sucediéndole. Necesita hablar con alguien. Ayuda. Aunque es tarde telefonea a su mujer: ha sido un error reservar la habitación en una de las casas colgadas de la ciudad. Comprende que el modo de vencer lo que sea que esté sufriendo es racionalizarlo. La razón, gran herramienta, es además un calmante poderoso. Y al fin se diagnostica: no desea arrojarse por el balcón (qué disparate; es un hombre feliz y de acuerdo con su vida ha hecho planes para el futuro). ¿Entonces? Su deseo perentorio es poner fin a la angustia que siente, la única manera de acabar con el ataque de vértigo es poner fin al vértigo, arrojándose al vacío. En la literatura médica tales síntomas se describen con el nombre de «atracción del abismo». Esa atracción destructiva, como el asma en el caso de algunas personas alérgicas, puede ser pasajera o crónica. Puede que pasados unos meses olvide ese viejo terror, como quien una temporada padeció vértigos del oído y se curó de ellos. O puede que se agrave.

Trump nos ha asomado al precipicio. Muchos empiezan a temer que su mundo, y el mundo, puede saltar por los aires de un momento a otro o, en forma inversa, sentir que se nos empuja hacia el vacío. Que la farsa de los aranceles se haya pausado no quiere decir que nos hayamos despertado de esta pesadilla. Cada mañana el cangrejo sigue en las entrañas (la imagen es de Julio Ramón Ribeyro, y hablaba él del cáncer que padecía). Cada mañana volvemos a hallar a Trump frente al abismo, preguntándose, en medio de salacidades de cuartel y risas de loco: «¿Te tiro o no te tiro?» (que en realidad es «¿me tiro o no me tiro»?). Hasta ahora, en el último segundo, ha dado un paso atrás. Pero puede que ese hombre, que parece seguir las voces que oye dentro (contra quienes le advierten que sólo las oye él), acabe por desquiciar a otros y sugestionarlos con el vértigo que todos llevamos más o menos latente, y hacer que sean muchos los que deseen acabar cuando antes con eso que les produce la angustia. Porque, en efecto, nadie puede soportarla por mucho tiempo. ¿Y el raciocinio? Estamos viendo que es una herramienta que cada día sabe manejar menos gente.

Todo sucede muy deprisa (vertiginosamente, decimos). Cada día hay más que se asoman al vacío. Entre nosotros «oyen voces» Zapatero y ahora su Crispín PSánchez, enviado por él a China, contra toda prudencia (y que quieran morir abrazados a un régimen canceroso y criminal como el chino, dice mucho de sus convicciones democráticas). Unamuno lo describió en el último gran vértigo colectivo español (el de la guerra civil, esa que tanto les gusta a Zapatero y su espolique) como «suicidio colectivo». ¿No hay cura?

Los que en algún momento han padecido vértigo saben que la única manera de combatirlo es respirar hondo (si no eres además asmático), levantar la cabeza, apartar la vista del abismo, mirar al frente y seguir caminando. Si se puede, en dirección contraria adonde una mayoría parece dirigirse. Si esa mayoría no te arrastra con ella.